La artista Julia Romano altera el concepto de paisaje en la historia del arte con obras que enlazan pintura y fotografía.
Hasta no ser representado, el paisaje no existió. Hizo falta que un artista anónimo en alguna época se enfrentara ante un lienzo en blanco, mirara a su alrededor, recortara una franja espacial y la plasmara como pintura. Recién entonces, nació el paisaje.
Por supuesto que luego los paisajes sufrieron un proceso iconográfico, un estigma romántico que los convirtió en espacios bonitos, virginales, inmaculados, en donde el alma debía hacer turismo.
Espiral de ironías
Julia Romano retuerce el concepto de paisaje en la historia del arte sin dejarse embaucar por idilios rousseaunianos. Sabe exactamente en qué territorio juega. Una de sus mejores series, Paisajes Prestados, lleva al límite la irreverencia de manipular obras ajenas. “Los paisajes son prestados por el simple hecho de que no me pertenecen”, me explica con una verborragia feliz, nasal y escurridiza.
En sus obras, la pintura se entrelaza con la fotografía de manera tramposa. Nunca sabremos qué formato predomina, incluso no sabremos si estos formatos pueden diferenciarse. Lo interesante es que sus imágenes crean el mismo efecto de traslado y evasión que una postal paradisíaca. Allí está su ironía fulminante: Julia Romano nos hipnotiza con naturalezas reales por connotación iconográfica, pero totalmente irreales desde una lógica espacial. Son intersecciones paradójicas, micro-colapsos de representación.
Durante la entrevista, le cuento una anécdota a la artista: caminaba por el Paseo del Buen Pastor y me llamó la atención un árbol florecido de manera grotesca y frondosa en una época del año inusual. Tal había sido mi desconcierto, que regresé para analizarlo: en sus ramas encontré unas cotillonescas y horribles guirnaldas rosas. Investigué un poco y descubrí que se trataba de una intervención llamada Jardines Colgantes, que Julia Romano realizó en diversos puntos de la ciudad. “Ahí me metía con el concepto de interferencia de lo virtual, un extrañamiento de la realidad”, me explica. Y agrega: “En casa de mi madre, sobre una esquina, solía hacer lo mismo y los vecinos quedaban entre alucinados y preocupados, no entendían nada cuando veían una flor artificial en un árbol seco. Es genial lograr esa interferencia”.
Enredaderas de software
La belleza seudoromántica se logra a través de computadoras. Julia Romano trabaja principalmente con Photoshop. Al preguntarle si no siente antinómica la creación de paisajes naturales mediante técnicas cibernéticas, su respuesta es directa, como si fuese una pregunta recurrente: “Al contrario: lo cibernético me permite descubrir el paisaje. La tecnología se hace imprescindible hasta para escanear la imagen que quiero trabajar. Son recursos. No soy fundamentalista”.
Sin dudas, este no-fundamentalismo le otorga a su discurso una honestidad fresca. Aborda temáticas con tradición fuerte en el arte como la Naturaleza, lo Humano y la Belleza quitándole las mayúsculas, sin sentir que repose allí alguna salvación o epifanía. Las nociones de Julia son prácticas y buscan el extravío simpático. Sus obras asumen el placer culposo de una belleza for export, de una frivolidad fugaz y glotona. Enfrentarse a una obra de Julia Romano propone dos estadios: primero, dejarse transportar por el ensueño de las texturas, las yuxtaposiciones, los haces de luz; luego, desentrañar el sofisticado juego de espejos que problematiza la representación.
El Photoshop, en definitiva, es la clave para lograr el enrarecimiento buscado, un trompe l’oeil. Analizar una obra por continente y contenido sería absurdo, una regresión aristotélica delirante. La materialidad o la forma es indisociable del contenido y varía a lo largo del tiempo, según las condiciones tecnológicas de la historia. “Cuando cursaba Artes Plásticas en la facultad -recuerda Julia-, había un sacerdocio en torno a la fotografía analógica, al punto de no considerar a la fotografía digital como fotografía. Creo que muchos de esos sacerdotes ya claudicaron”.
Estridencias orgásmicas
“Vivimos rodeados de interferencias, los campos ya no son tan puros; constantemente se toman elementos prestados que ni siquiera sabemos de dónde tomamos prestados, hay tantos solapamientos de información… Y todo eso es lo kitsch”, afirma Julia cuando le pregunto si se siente amenazada por el concepto.
Algunas de sus obras, de manera sutil o muy explícita, imponen el imaginario kitsch a través de adornos florales o paisajes que podrían acompañar una publicación evangélica. Pero el prejuicio ante el término siempre fue desproporcionado. Lo que separa a Julia del supuesto mal gusto de lo kitsch con todos esos bordados, manteles, cortinas, empapelados o flores plásticas fabricadas al por mayor es la urgencia para hacer de lo kitsch un concepto eje en su obra.
El kitsch no es apropiado desde lo cursi, sino desde el artificio. “Implica romper todos los límites o los espacios conocidos, hay una manipulación tal que es imposible no considerarlo kitsch”. Y Julia otra vez acierta con la desvergüenza de quien sabe lo que hace. ¿Acaso se habilita algún tipo de ingenuidad si la artista toma una pintura clásica y la combina con una foto del puente de Villa Wualcarde? “Me queda el buen sabor de haber creado algo nuevo que abrirá un camino de análisis alternativo”, concluye Julia.
Y así como el paisaje no existió hasta ser representado, la representación tampoco existió hasta el surgimiento de la copia. Julia Romano es el exponente perfecto de esta idea.
¿Qué flor serías? Una rosa… Aunque es muy común. Pero es así: una rosa fucsia.
¿En cuál de tus paisajes te gustaría ser enterrada? ¡Qué horror! No quiero que me entierren, quiero que me cremen y tiren las cenizas en algún paisaje de mi última serie.
¿Qué pátina de pintura le arrojarías a toda la ciudad de Córdoba? Una naranja.
¿Qué tatuaje te harías? La rama de un duraznero seca, con el pimpollo, y que dé una vuelta por el hombro. Casi me lo hago pero quedé embarazada.
Conocé más en: www.juliaromano.com.ar
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